jueves, 24 de abril de 2014

El más preciado de los tesoros

Foto: Lola Pena.
Revolviendo entre la ropa que mi abuelo guardaba en un cajón de su armario encontré un libro muy ajado, pegado con cinta adhesiva. Su tapa delantera estaba rota. Se notaba que era un libro mil veces leído, que había pasado de mano en mano... Pero me sorprendió verlo metido en aquel cajón en particular.

Mi abuelo nunca había podido ir a la escuela. No había aprendido a leer ni a escribir. Tan sólo sabía sumar y restar un poco. Lo justo necesario para que en la vida no le fueran timando los dineros los días de plaza. Había tenido que comenzar a trabajar desde muy niño ayudando a su familia en las tareas de la granja. No había tiempo que perder en la escuela.

Por eso me resultaba especialmente sorprendente encontrar un libro guardado entre sus pertenencias. Nunca le había visto con un libro entre las manos, ni un periódico, nada que tuviera una letra impresa... Siempre sentí su respeto y admiración cuando le descubría observándome a lo lejos, sin decirme ni una sola palabra, mientras yo leía bajo la sombra de algún árbol durante las tardes de verano, que era cuando nos juntábamos la familia. La emigración nos había llevado por todos los rincones del mundo.

Hacía años que yo había leído aquel libro que mi abuelo tenía escondido: "Gabriela, clavo y canela" de Jorge Amado. Recuerdo que fue una novela  que en el momento en que la leí me causó una especial sensación de bienestar. Mis ojos pasaban sobre las letras con avidez buscando la continuación de la historia de aquella hermosa mujer, Gabriela, una mulata analfabeta brasileña, que huye del campo y de la miseria hacia la ciudad buscando una vida mejor.

Mi abuelo también había buscado esa mejora en su vida. No se había ido a la ciudad (como la protagonista de la novela; como habían hecho también sus hijos) pero había dejado de ser granjero para aprender el oficio de ebanista y convertirse así en un artesano de la madera. A lo mejor por eso conservaba el libro escrito por Jorge Amado. Como recuerdo de su propia vida, de su espíritu de superación.

Pero ¡qué tonterías estaba pensando…! Mi abuelo era menos complicado que todo esto. Decía las cosas claras y no se andaba con rodeos. ¿Para qué iba a querer él un libro si no sabía leer? Tenía que haber otra razón.

El armario que contenía el libro lo había hecho mi propio abuelo. Se sentía muy orgulloso de él. Había sido el primer trabajo que había realizado él sólo por completo. Hasta aquel momento, su maestro ebanista, Salvador, le había ayudado siempre a terminar los muebles que había tallado.

Comencé a hojear el libro. Buscaba dentro de él algo: una foto antigua, un papel doblado… Y la verdad es que no tuve que buscar mucho. En la primera hoja del libro, debajo de la tapa pegada con cinta adhesiva me encontré con una dedicatoria:
 Para mi más atento oyente y compañero de lecturas. Tuya siempre, Paula”.
Ahora lo entendía todo. Mi abuelo había guardado durante años el más preciado recuerdo que tenía de mi abuela. Era igual que no pudiera leer. Él sabía que aquel libro había estado entre las manos de su amada esposa, y eso le era más que suficiente para guardarlo como su más preciado tesoro.


(Publicado en MeGustaEscribir)

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