lunes, 28 de abril de 2014

Prométeme que me harás caso...

Foto: Lola Pena.
Entré en la consulta con la cabeza gacha. Hacía unos meses que no veía el doctor Vélez. Ya creía que estaba curada. Pero nada más lejos de la realidad. Aquel tiempo tan sólo había sido un espejismo que me había llevado a equivocar las señales.

En cuanto el doctor me vio sentada en la sala de espera se acercó a mí:


- "¿No habrás dejado de tomar la medicación? ¿Verdad, Sara?" - me dijo extendiendo su mano hacia mí a modo de saludo.
- "Lo siento, doctor. Me sentía sin vida tomando esas pastillas" - le dije yo mientras apretaba su mano sujeta entre mis dos manos.
- "Está bien... Pasa. Puedo verte ahora que tengo un hueco".

Le seguí hasta la consulta y me senté en la butaca que me ofreció.

- "¿Qué voy a hacer contigo, Sara? Sin la medicación no vas a terminar de curarte nunca".
- "Pero doctor, yo no quiero pastillas. Tiene que haber otra manera" - le dije yo mirándole directamente a los ojos. Esperaba su respuesta mágica, una respuesta que me alejara de la medicación y que me acercara a la alegría.
- "Si no quieres tomar las medicinas que te mando, tienes que hacer un ejercicio de fuerza de voluntad muy fuerte. Y yo no te puedo ayudar si tú no estás segura de que quieres curarte".
- "Quiero, doctor Vélez, quiero..." - le dije como única y absoluta respuesta.
- "De acuerdo. Para casos como el tuyo tengo una receta escrita que tienes que seguir al pie de la letra. Sino no es eficaz".

Salí de la consulta con un sobre rectangular en la mano derecha. Se supone que dentro estaba escrito el tratamiento que tenía que seguir.

Al llegar a casa me senté en la cocina y con el abrecartas me traje de mi último viaje abrí el sobre para poder leer el papel que había en su interior:

"Estimado enfermo:

Si estás leyendo este texto es porque eres uno de mis pacientes que ha renunciado a los medicamentos tradicionales. Quieres curarte por ti mismo, con métodos alternativos. Puede que te lleve más tiempo llegar a la curación por esta vía pero también he de decirte que cuando la obtengas, estarás sano el resto de tu vida. Por lo menos de esta enfermedad.


Sólo hay un par de cosas que debes evitar a todo costa cuando te sientas enfermo. Si las evitas y tienes fuerza de voluntad, el éxito está asegurado. Procura:

  1. No comerte la cabeza constantemente porque entonces la enfermedad nunca se irá.
  2. No quedarte en un rincón porque se va haciendo cada vez más oscuro y te va ahogando hasta no dejarte respirar.
Cuando notes los síntomas de que te va a dar un ataque debes hacer lo siguiente:
  1. Salir de casa muy deprisa, tal y como estés.
  2. Necesitas la luz del día, sea sol, sea niebla; sea lluvia o arco iris...
  3. Debes sonreír a la primera persona que te cruces. Te mirará raro, seguro... pero que no te importe.
  4. ¿Por qué no debe importarte? Pues porque entonces estarás preparado para sonreírle a la siguiente persona que veas por la calle. No desistas. Alguien te sonreirá a ti también.
  5. De esta forma ya tienes ganada la mitad de tu recuperación. Ahora sólo te falta seguir por ese camino. Comparte sonrisas; ábrele la puerta del portal al vecino del segundo (seguro que te da las gracias); bromea con el camarero que te pone el café por la mañana... 
Cuando te quieras dar cuenta tu tristeza se habrá ido. Probablemente se haya quedado en el rincón oscuro del cual supiste escapar a tiempo.

Prométeme que me harás caso y que seguirás mis instrucciones. Si es así ya verás como mandamos a tu depresión muy lejos de ti.


Un saludo y mucho ánimo.


Doctor Vélez.
Psicólogo.

PD: Espero que tengamos la suerte no volver a verte por la consulta. Será la mejor prueba de que el método alternativo ha funcionado".

jueves, 24 de abril de 2014

El más preciado de los tesoros

Foto: Lola Pena.
Revolviendo entre la ropa que mi abuelo guardaba en un cajón de su armario encontré un libro muy ajado, pegado con cinta adhesiva. Su tapa delantera estaba rota. Se notaba que era un libro mil veces leído, que había pasado de mano en mano... Pero me sorprendió verlo metido en aquel cajón en particular.

Mi abuelo nunca había podido ir a la escuela. No había aprendido a leer ni a escribir. Tan sólo sabía sumar y restar un poco. Lo justo necesario para que en la vida no le fueran timando los dineros los días de plaza. Había tenido que comenzar a trabajar desde muy niño ayudando a su familia en las tareas de la granja. No había tiempo que perder en la escuela.

Por eso me resultaba especialmente sorprendente encontrar un libro guardado entre sus pertenencias. Nunca le había visto con un libro entre las manos, ni un periódico, nada que tuviera una letra impresa... Siempre sentí su respeto y admiración cuando le descubría observándome a lo lejos, sin decirme ni una sola palabra, mientras yo leía bajo la sombra de algún árbol durante las tardes de verano, que era cuando nos juntábamos la familia. La emigración nos había llevado por todos los rincones del mundo.

Hacía años que yo había leído aquel libro que mi abuelo tenía escondido: "Gabriela, clavo y canela" de Jorge Amado. Recuerdo que fue una novela  que en el momento en que la leí me causó una especial sensación de bienestar. Mis ojos pasaban sobre las letras con avidez buscando la continuación de la historia de aquella hermosa mujer, Gabriela, una mulata analfabeta brasileña, que huye del campo y de la miseria hacia la ciudad buscando una vida mejor.

Mi abuelo también había buscado esa mejora en su vida. No se había ido a la ciudad (como la protagonista de la novela; como habían hecho también sus hijos) pero había dejado de ser granjero para aprender el oficio de ebanista y convertirse así en un artesano de la madera. A lo mejor por eso conservaba el libro escrito por Jorge Amado. Como recuerdo de su propia vida, de su espíritu de superación.

Pero ¡qué tonterías estaba pensando…! Mi abuelo era menos complicado que todo esto. Decía las cosas claras y no se andaba con rodeos. ¿Para qué iba a querer él un libro si no sabía leer? Tenía que haber otra razón.

El armario que contenía el libro lo había hecho mi propio abuelo. Se sentía muy orgulloso de él. Había sido el primer trabajo que había realizado él sólo por completo. Hasta aquel momento, su maestro ebanista, Salvador, le había ayudado siempre a terminar los muebles que había tallado.

Comencé a hojear el libro. Buscaba dentro de él algo: una foto antigua, un papel doblado… Y la verdad es que no tuve que buscar mucho. En la primera hoja del libro, debajo de la tapa pegada con cinta adhesiva me encontré con una dedicatoria:
 Para mi más atento oyente y compañero de lecturas. Tuya siempre, Paula”.
Ahora lo entendía todo. Mi abuelo había guardado durante años el más preciado recuerdo que tenía de mi abuela. Era igual que no pudiera leer. Él sabía que aquel libro había estado entre las manos de su amada esposa, y eso le era más que suficiente para guardarlo como su más preciado tesoro.


(Publicado en MeGustaEscribir)

jueves, 10 de abril de 2014

Sin edad


Fotos: Alba Balsa y Lola Pena.
Descendió del autobús poniendo por delante el bastón en el que se apoyó para bajar los tres escalones. En cuanto tuvo los dos pies en el suelo enderezó la espalda, se recolocó la chaqueta y la gorra, y dirigió sus pasos hacia el gran portalón metálico. Desde la misma entrada del parque ya se podía ver la explosión de colores. Las plantas recubiertas de flores desprendían un aroma dulce. Un paseo tranquilo y soleado parecía lo mejor que se podía hacer en aquel momento.

Así lo hizo Ramiro. Todavía tenía tiempo para llegar puntual a su cita. Su paso ligero ya le había abandonado por eso siempre salía de casa con tiempo de sobra para llegar a los sitios. Poco a poco se fue adentrando entre los árboles. Sus zapatos se fueron manchando con el polvo que levantaba al andar sobre la arena. Continúo andando hasta llegar a su rincón favorito del parque. Un banco frente a un pequeño estanque a la fresca sombra de un castaño de Indias constituía para él todo un paraíso en aquella inhóspita ciudad.

Allí se sentó. Se sacó la gorra y se secó el sudor de su pelada cabeza con un pañuelo que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón. Intentó tranquilizar su agitada respiración. El esfuerzo que había hecho para llegar puntual a su cita le hizo apurar un poco el paso y ahora se encontraba fatigado. Pero el esfuerzo había merecido la pena. Ramiro estaba contento. No sólo había llegado puntual sino que incluso se había adelantado unos minutos de la hora prevista. Tenía tiempo para recuperarse.

La visión del pequeño lago y la soledad del entorno le daban paz. Poca gente llegaba a aquel rincón escondido del parque. Para Ramiro aquel espacio se había convertido en su pequeño descubrimiento. Sólo había dos o tres personas que sabían que podían encontrarlo por allí en cuanto el sol salía de entre las nubes.

Una sonrisa comenzó a dibujarse en el rostro de Ramiro. Por el camino de la derecha que daba acceso al lago se estaba acercando Daniela. El corazón de Ramiro comenzó a acelerarse. Esperaba que los nervios no lo traicionaran. Hacía tantos años que se había quedado viudo que jamás pensó que pudiera volver a sentirse tal y como se sentía. Era de nuevo un chiquillo de veinte años citándose con su novia en el lago del parque. Así se sentía y no lo podía remediar.

- "Buenos días Ramiro"- dijo Daniela según se iba acercando al banco en el que se había sentado Ramiro.
- "Buenos días Daniela".
- " ¡Pues sí que es usted puntual! No esperaba encontrarle ya aquí".
- "Pues ya ve. Salí con tiempo esta mañana de casa y llegué antes de lo pensado" - contestó Ramiro a modo de excusa.

Daniela se sentó entonces al lado de Ramiro y agarrándole del brazo se acercó a su mejilla para darle un beso. El corazón de Ramiro iba a mil por hora. La vieja maquinaria respondía alegre a la nueva emoción, a los nuevos sentimientos. Hacía tiempo que Ramiro no se sentía tan feliz. Volvía a ser joven; volvía a sentirse sin edad.

(Publicado en MeGustaEscribir)