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Foto: Lola Pena. |
Mi abuelo nunca había podido ir a la escuela. No había aprendido a leer ni a escribir. Tan sólo sabía sumar y restar un poco. Lo justo necesario para que en la vida no le fueran timando los dineros los días de plaza. Había tenido que comenzar a trabajar desde muy niño ayudando a su familia en las tareas de la granja. No había tiempo que perder en la escuela.
Por eso me resultaba especialmente sorprendente encontrar un libro
guardado entre sus pertenencias. Nunca le había visto con un libro entre las
manos, ni un periódico, nada que tuviera una letra impresa... Siempre sentí su respeto y admiración cuando le descubría observándome a lo lejos, sin decirme ni una sola palabra, mientras yo leía bajo la sombra de algún árbol durante las tardes de verano, que
era cuando nos juntábamos la familia. La emigración nos había llevado por todos los
rincones del mundo.
Hacía años que yo había leído aquel libro que mi abuelo tenía
escondido: "Gabriela, clavo y canela" de Jorge Amado. Recuerdo que
fue una novela que en el momento en que la leí me causó una especial sensación de
bienestar. Mis ojos pasaban sobre las letras con
avidez buscando la continuación de la historia de aquella hermosa mujer,
Gabriela, una mulata analfabeta brasileña, que huye del campo y de la miseria
hacia la ciudad buscando una vida mejor.
Mi abuelo también había buscado esa mejora en su vida. No se había ido a la
ciudad (como la protagonista de la novela; como habían hecho también sus hijos)
pero había dejado de ser granjero para aprender el oficio de ebanista y
convertirse así en un artesano de la madera. A lo mejor por eso conservaba el
libro escrito por Jorge Amado. Como recuerdo de su propia vida, de su espíritu
de superación.
Pero ¡qué tonterías estaba pensando…! Mi abuelo era menos
complicado que todo esto. Decía las cosas claras y no se andaba con rodeos.
¿Para qué iba a querer él un libro si no sabía leer? Tenía que haber otra
razón.
El armario que contenía el libro lo había hecho mi propio abuelo. Se
sentía muy orgulloso de él. Había sido el primer trabajo que había realizado él sólo por
completo. Hasta aquel momento,
su maestro ebanista, Salvador, le había ayudado siempre a terminar los muebles
que había tallado.
Comencé a hojear el libro. Buscaba dentro de él algo: una foto
antigua, un papel doblado… Y la verdad es que no tuve que buscar mucho. En la primera hoja
del libro, debajo de la tapa pegada con cinta adhesiva me encontré con una dedicatoria:
“Para mi más atento oyente y compañero de lecturas. Tuya siempre, Paula”.
Ahora lo entendía todo. Mi abuelo había guardado durante años el más preciado recuerdo que tenía de mi abuela. Era igual que no pudiera leer. Él sabía que aquel libro había estado entre las manos de su amada
esposa, y eso le era más que suficiente para guardarlo como su más preciado
tesoro.
(Publicado en MeGustaEscribir)
(Publicado en MeGustaEscribir)
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